Mr. Scott

Relato breve


La figura de Logan Scott resultaba inconfundible entre las gentes del pueblo. Era el único extranjero pelirrojo de dos metros y ciento cincuenta kilos que se podía ver bajando la avenida del Mar cada mañana. A las ocho en punto se encontraba comprando el pan en la tienda de doña María, a las ocho y cuarto ya se había tomado el café en el bar El Forastero y a las ocho treinta estaba de nuevo en su casa con la puerta cerrada a cal y canto. A la tarde, un poco antes de la hora de la cena, volvía al bar y se tomaba cuatro jarras de cerveza con otros tantos platos de pescado frito. Tal era la rutina del escocés, lo que hacía entre la mañana y la tarde en su casa nadie lo sabía.
Muchos eran los rumores que circulaban por el pueblo y no todos de buen gusto. Unos decían que era un delincuente fugado de la justicia británica; otros que era un amante despechado; los más benévolos decían que era un escritor famoso refugiado en el pueblo para huir de los focos mediáticos. La verdad del asunto se la contaré yo ahora, aunando las pocas fuerzas que me quedan y con la esperanza que cuando acabe todo esto quede alguien con vida para leer mi relato.
Entré al servicio del señor Scott hace tres años, con el único requisito de no revelar nada de lo que sucedía en aquella casa. Debía encargarme de la intendencia de la casa, la limpieza de la misma y la elaboración del liviano almuerzo que tomaba el escocés. Además, llevaba y recogía cartas de la oficina de correos a diario, cuando no, paquetes con grandes letras que rezaban: very fragile. La mayoría de las veces abría yo los paquetes y distribuía la mercancía según las ordenes dictadas por el dueño de la casa, sobre todo, cuando era material de laboratorio. En caso de que se tratase de cultivos o tarros, con lo que parecían diferentes tipos de levadura, era el mismo pelirrojo quien se ocupaba de ello. “Si alguien le pregunta sobre mí, le dice que solo soy un gordo escocés desengañado que se encierra a leer para no escribir”, tales eran las instrucciones.
Durante el primer año, las conversaciones entre nosotros se limitaron a mis tareas y a la conveniencia, o no, de tal o cual forma de afrontarlas. A lo largo del segundo año, el señor Scott me relevó de parte de mis tareas para que pudiese ayudarle en el laboratorio. Así, antes de darme cuenta, estuve destilando viscosos líquidos o fermentando repugnantes mejunjes. Cuando preguntaba por el motivo de las investigaciones recibía la callada por respuesta, bueno, mejor dicho un gruñido. Sin embargo, si preguntaba por un tema menor el escocés se mostraba conversador e incluso simpático. Le encantaba hablar de su país natal, de las tierras altas y del verdor generalizado “que regala la vista, al contrario que en este desierto”, solía decir. Yo le hablaba de cuando, en mi niñez, acompañaba a mi padre en sus cacerías, tenía cientos de anécdotas y eso le divertía bastante.
En muy pocas ocasiones terminaba mi jornada laboral después de que el pelirrojo saliese de degustar su rutinaria cena. Pero, una de esas veces, me encontraba terminando de limpiar un pequeño desastre acontecido en el laboratorio cuando, el señor Scott, entró por la puerta canturreando por efecto del generoso riego alcohólico, me quitó la fregona de las manos, me atizó un beso en la mejilla y me puso de patitas en la calle.
Al día siguiente, cuando entré por la puerta con las cartas y un paquete de la oficina de correos, el color en el rostro del señor Scott era más rojo de lo habitual. Agachó la cabeza, estiró las manos para recoger las cartas y balbuceó una disculpa. Di el asunto por zanjado y me dirigí al laboratorio para colocar las nuevas probetas que habían llegado en el paquete. Intenté desde ese día terminar mi jornada antes de que el pelirrojo llegase de cenar.
En los meses que siguieron, el señor Scott se mostraba eufórico, con una actividad muy por encima de lo acostumbrado. “Casi lo tengo”, decía, “quién es el loco ahora”, solía balbucear en su idioma, pensando que yo no entendía su lengua materna. Nunca le pregunté en qué consistía la investigación en la que trabajaba, di por hecho que se trataba de algún tipo de antibiótico, o quizás de la búsqueda de nuevas variedades de levadura para la industria alimentaria. Una tarde comenzó a saltar y gritar, resultaba cómico ver un hombre de esas dimensiones histérico como una colegiala, me miró y se acercó a mi, temí en aquel momento que fuese a darme otro beso, pero se detuvo en seco, pareciendo recordar el incidente de la última vez. “¡Se acabó!” exclamó, “rico, seré rico como pocos, ésta noche debe celebrar el éxito conmigo; iremos a un buen restaurante, comeremos cordero y tomaremos vino”. Ni pude ni quise negarme ante tanta euforia.
La cena fue mucho mejor de lo que yo esperaba, Logan, como me obligó a llamarlo a partir de la segunda copa de vino, estuvo extraordinaria mente simpático y dicharachero. La comida resultó de lo más suculenta y para los postres decidimos pasear por la orilla del río. Tras sentarnos en un banco de la rivera y terminarnos los helados, el escocés comenzó a cantar, tenía una hermosa voz. Entonó canciones marineras, reímos por lo inapropiado de las letras. Luego, sacó de su chaqueta un pequeño vial y me lo mostró sujetándolo con sus gruesos dedos. “Esto me hará tremendamente rico, quizás, indecentemente rico” dijo entre carcajadas. Se levantó de un salto gritando como un poseso y, de pronto, el pequeño frasco se le escapó de las manos, rebotó en el borde de hormigón del río y se rompió vertiendo su contenido al mismo. Miré a Logan esperando una cara de disgusto y vergüenza por su torpeza , sin embargo, su rostro destilaba terror, apenas parpadeaba, Se acercó a mí, me agarró de los brazos y me beso en la boca. “Hubiese sido hermoso” dijo, tras lo cual, se marchó corriendo hacia su casa.
Al día siguiente caminé hacia mi trabajo sin saber si abofetear a Logan o besarle y decirle que aún podía ser hermoso. Entré en la casa sin recibir el rutinario saludo por su parte, supuse que estaría avergonzado y no quería verme. Comencé a buscarlo por la casa y al no encontrarlo decidí subir al laboratorio. No entendía a qué tanto silencio, no sería el primer beso que daba ni la primera torpeza que cometía, y menos conociendo sus hábitos. Al entrar en el laboratorio lo encontré colgando de una cuerda; ¡se había ahorcado! Tras ahogar mi llanto, vi encima de su mesa una nota en la que explicaba sus motivos. Salí corriendo hacia mi casa, llené el coche con toda la comida y agua que pude encontrar y partí en dirección a lo mas alto de la montaña, allí donde acompañaba a mi padre en sus cacerías, a la sombría cueva desde donde escribo.
En la nota explicaba cómo había conseguido transformar el agua salada en petróleo, a través de la acción de una levadura modificada. Decía que el contenido del vial ya habría llegado al mar. También me recomendaba que huyese a algún lugar alejado y que aguardase por si sus colegas encontraban alguna solución, aunque me persuadía de que no albergase esperanzas. Al parecer, había dado aviso a las autoridades y le habían tomado por un loco borracho. De esto hace seis meses, en los últimos cuatro no ha llovido nada y hace dos semanas que el pequeño hilo de agua que corría por la pared de la cueva se secó.
Acabo de ver en el horizonte, donde antes veía el mar, una gran humareda, el cielo está rojizo, parece que nadie leerá mi relato.

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