La huida de José Estrada
No sería descabellado afirmar que los tipos que aparecen por la televisión en programas
de supervivencia parecerían diplomáticos franceses al compararlos con José Estrada.
Bueno, no en aquellos buenos tiempos en los que paseaba por Madrid, entrando y
saliendo de ministerios y clubs como el que va al supermercado. Por entonces, era uno
de esos hombres con una agenda infinita y un don para el trato con la gente que lo hacía
irresistible. De los que cae bien enseguida, y cuando te quieres dar cuenta te ha
conseguido un trabajo o te ha vendido un concesionario de coches. No importaba cómo
vistieses, qué reloj usases o donde pasases las vacaciones; él vestía un traje un poco mas
barato que el tuyo, un reloj menos ostentoso y nunca había estado en ese lugar donde tú
veraneas. Al rato de estar conversando con él, le habías contado tu vida y no sabías nada
de la suya. Un vendedor nato, tenía de todo y para todos. Como digo, eso era en los
buenos tiempos, antes de que desconectase, empezase a interesarse por la vida al aire
libre, y más tarde, por la supervivencia extrema.
La transformación comenzó en una cacería, una de esas cacerías en las que el cazador
tiene dos ayudantes cargándole las armas para él no parar de abatir animales, algunas
veces salvajes, y las más, repoblados de granja. No era la primera batida a la que lo
invitaban, pero algo en José cambió ese día. Con cada jabalí que caía ensangrentado,
algo de su alma se desprendía de su cuerpo. Con cada disparo, el desprecio por su
anfitrión crecía. Se preguntaba, si se podía llamar a aquello cacería, mientras se
aguantaba las ganas de arrebatar el rifle al tirador y darle un culatazo en la cara. Para él,
una cacería debía ser algo noble, casi primario, abates un animal, tienes el almuerzo y
has pasado una mañana divertida en el campo. No ese aquelarre a la búsqueda de los
colmillos más grandes. El hecho de que aquel tipo no fuese ni a probar la carne de sus
presas le revolvía el estómago.
Durante la semana siguiente atendió de mala gana su agenda. En las fiestas apenas
participó en los corrillos y en el club se sentaba en una de las butacas de la biblioteca
mirando al infinito. La gente le preguntaba si le sucedía algo, él, con desgana,
contestaba con un “no” seco. Ya no era el mismo, la chispa social le había abandonado
para no regresar. Pensaba una y otra vez en la jornada de caza y no dejaba de asociarlo a
todo cuanto le rodeaba. La partida de pádel del lunes le resultó estúpida, bola arriba y
bola abajo; la fiesta a la que asistió el martes, en un ático del centro, le resultó tan
insustancial que no llegó a beber ni un sorbo de la primera copa, se marchó enseguida;
el miércoles, almorzó con su mejor amigo. Lo que siempre le había parecido ingenio
ahora le repugnaba. Siempre la misma conversación sobre politiqueo, moda, mujeres
bien, objetos de lujo que estaban en boga; el jueves ya no podía más, tenía que escapar
de Madrid, mejor dicho, de la vida que había construido en la ciudad. Cerró su casa, tiró
el móvil al Manzanares y partió hacia el Pirineo Aragonés.
Durante el viaje, no podía dejar de pensar en qué haría con su vida a partir de ese
momento. Había leído sobre gente que dejaba la ciudad para instalarse en el campo.
Gente que montaba un hotelito rural o una bodega y sonreían para la fotografía del
artículo periodístico. No era eso lo que él buscaba, no se había hartado de la vida en la
ciudad, le habían saturado las personas, no el entorno. Se había cansado de la sonrisa
postiza, del cálculo en las palabras, de la necesidad de afeitarse a diario, de gente guapa
a la que ya solo podía imaginar sentada en el retrete y gente fea que con un traje serían
igual de imbéciles que los anteriores.
Llegó al pueblo pirenaico, elegido al azar, ya avanzada la tarde. Entró en un pequeño
bar a comer algo y preguntó al dueño si conocía alguien que le alquilase una casa para
una estancia larga. El propietario del establecimiento le dijo que disponía de una
vivienda para alquilar. Cerraron el trato y antes de oscurecer ya se había instalado. Fue
entonces cuando se dio cuenta de que no había cogido nada de equipaje. Lo único que
tenía encima era la ropa que llevaba puesta y la cartera con el pasaporte. Se echó a
dormir entre carcajadas.
Por la mañana, se levantó temprano y salió a la calle. Comprobó que el pueblo se
reducía a tres calles. Solo había una pequeña tienda de alimentación con una carnicería
y tres bares donde paraban los excursionistas para almorzar. Decidió viajar a Huesca
para comprar algo de ropa y un ordenador portátil. Le llevó toda la mañana hacer los
recados, ya que la capital estaba a hora y media del pueblo. Compró ropa de abrigo, un
buen par de botas de montaña, una navaja campera y una mochila. Tenía pensado pasear
por la montaña al día siguiente. Necesitaba pensar.
Los paseos se volvieron diarios, se levantaba al alba y caminaba por la montaña. Se
comía el bocadillo sentado en una roca, mirando al valle, nunca pensó que algo tan
sencillo le reportara tal grado de armonía con sigo mismo. Pero no era suficiente, tenía
la limitación del tiempo, de la luz del día. Pronto había paseado por todos los
alrededores del pueblo y decidió hacer noche en la montaña. Compró por Internet una
tienda de campaña, un saco de dormir y otros utensilios para poder llevar a cabo sus
planes. Pasaba semanas enteras en las montañas, caminando de día y acampando de
noche. Entonces, advirtió que tenía la limitación del peso. cuantos más días quería pasar
en la naturaleza; más pesada era la carga que debía llevar en la mochila. Decidió
entonces comprar un arco y unas flechas, un cuchillo al carbono con pedernal, una
pequeña caña de pescar y un cazo de acero inoxidable. Subía al monte ya sin apenas
víveres, pescaba en los fríos ríos y cazaba con su arco. Su primera presa fue un conejo,
lo mató con una flecha de punta roma, lo desolló y lo comió al fuego por la noche.
Algunas veces, pasaba días sin probar bocado, la caza no era como ir al supermercado.
Esto no le desmotivaba, muy al contrario, le animaba aún más, el ayudo agudizaba sus
sentidos, se sentía vivo.
Pronto, llegaron las nieves del invierno y con ellas la imposibilidad de subir a la
montaña. Pasó los meses invernales encerrado en casa, leyendo libros de supervivencia
que compraba por Internet y viendo vídeos, cientos, miles de vídeos de tipos que
cazaban con trampas, que hacían fuego con palos, que curtían las pieles de los animales
que desollaban con sus cuchillos, que improvisaban refugios o que pescaban con las
manos. Por entonces, ya le rondaba por la cabeza la idea de marcharse al Amazonas. Era
el lugar ideal, calor todo el año y naturaleza viva y desbordante. El destino elegido por
José fue un basto y remoto lugar en el Estado brasileño de Pará, entre el río Trombetas y
el río Marapí. Sin rastro de asentamientos humanos. Deseaba con todas sus fuerzas
abandonar la civilización, le pesaba la vida en sociedad. Durante la estancia en el pueblo
solo había hablado con el casero y con el dependiente de la tienda de alimentación.
Todo lo que no encontraba allí lo compraba desde casa con su ordenador portátil.
Aunque no disponía de su agenda, que le hubiese facilitado mucho los preparativos, sí
disponía de dinero. Había amasado una pequeña fortuna durante su intensa vida de
“conseguidor”, y estaba dispuesto a usar lo que hiciese falta para alcanzar su objetivo.
Primero pensó en tirarse en paracaídas en el lugar elegido, pero dada la frondosidad de
los arboles decidió no hacerlo. La única vía era llegar en avión desde Barcelona a Sao
Paulo, de ahí a Manaus, y luego bajar por el río Amazonas hasta Oriximiná, para
después, remontar el río Trombetas. Consiguió contactar con un hombre en Manaus, no
sin dificultad, que decía poder acometer la tarea por unos miles de dólares. Estaba
hecho, antes de que la primavera se afianzare en Los Pirineos, José volaba a Brasil.
Llegó a Manaus después de dos días, entre vuelos y esperas. Luiz Gómez, el hombre
que le llevaría a su destino, le esperaba a la salida del aeropuerto. Se saludaron y el
brasileño le entregó su mochila. José la había hecho llegar por separado para no tener
problemas por el contenido. El mulato le invitó a quedarse esa noche en su casa y le dijo
que partirían al día siguiente. Las dimensiones de Manaus sobrecogieron al viajero. No
podía creer que aquella urbe se irguiese en el corazón del Amazonas. Ya en el avión de
Sao Paulo a la capital del Amazonas, se había horrorizado con las grandes extensiones
de selva desbrozadas. En otro tiempo le hubiese parecido una maravilla del progreso,
pero por entonces le resultó repulsivo. Recordó haber oído decir a un escritor británico,
residente en la Alpujarra, que la belleza de la zona se estaba perdiendo por la
despoblación. Para él, que vivía allí hacía treinta años, lo maravilloso del lugar residía
en la interacción del hombre con la naturaleza, y eso se estaba perdiendo. José, intuyó
que seguro no pensaría lo mismo si viese el dantesco espectáculo amazónico.
Al día siguiente, zarparon en la moderna lancha de Gómez. Aunque navegaban a una
muy buena velocidad, el viaje se alargó por más de una semana. Aprovechaban todas la
horas de luz y atracaban en aldeas ribereñas al atardecer. La tercera noche durmieron en
Oriximiná, allí repusieron combustible antes de empezar a remontar el río Trombetas.
Durante las primeras millas en el nuevo río, el paisaje ribereño estaba muy deforestado.
El pasto para el ganado estaba comiéndos la selva. Más arriba, la orilla era totalmente
diferente, la arboleda llegaba a la orilla del río, los restos de civilización eran
testimoniales. José respiró hondo, casi había llegado.
Al octavo día, por la mañana, la lancha ya no pudo avanzar más. Luiz orilló la
embarcación para que José desembarcase y éste saltó al fangoso suelo selvático. Se
despidió del hombre que le había llevado allí y comenzó a caminar hacia el Este. Al
cabo de dos horas se detuvo exhausto, caminar por la selva resultaba agotador. Decidió
acampar allí, improvisó un refugio de ramas y encendió un fuego. La noche se le echó
encima rápidamente. La oscuridad era total y los sonidos de la selva aterradores. Abrió
su mochila e hizo inventario: el cuchillo al carbono, la brújula, pastillas para potabilizar
agua, algunos víveres, medicamentos, cuerda de escalada, un chubasquero, cantimplora,
un cuaderno con lápiz, el arco desmontado y la pequeña caña de pescar con sus
anzuelos. Pensó que era una pesada carga.
Al alba, comenzó a caminar de nuevo, avanzaba despacio pero con determinación. Al
tercer día de caminata decidió establecer el campamento permanente. Escogió un
diminuto claro para ello, apenas si entraba el sol entre las inmensas copas de los árboles.
El primer día en el asentamiento, cortó árboles jóvenes e hizo una estructura elevada; el
segundo día construyó una cubierta a dos aguas sobre la plataforma y la cubrió con
ramas de una especie de palmas que crecían por allí; el tercer día se acabó la comida y
el agua.
Una vez establecido, José dedicaba todo el día a buscar comida. El agua era abundante
en el lugar, lo había escogido por su cercanía a una pequeña catarata. Recolectaba bayas
y frutas y descargaba su arco contra cualquier animal que se le cruzase. Tardó dos días
en abatir su primera presa de importancia, un hermoso pecarí. Pescaba los pequeños
peces que habitaban en el riachuelo cercano con trampas hechas de ramitas entrelazadas
de modo que formasen un embudo. Los días pasaban en estos menesteres. José estaba
feliz, esa felicidad que da la rutina de saber qué tienes que hacer, la seguridad de tenerlo
todo controlado. Durante el día caminaba y caminaba buscando alimento y leña seca. Al
oscurecer, después de cenar, fabricaba flechas y lanzas; tejía ropa con las pieles de los
animales que cazaba, y algunas veces anotaba pensamientos en su pequeño cuaderno.
Así pasaron las semanas y los meses.
Pasado el año de residir en su nuevo hogar, José empezó a cuestionarse su forma de
relacionarse con el entorno. Los recursos, a muchos kilómetros a la redonda, habían
mermado. Pasaba mucho tiempo hirviendo agua, asando las presas, buscando leña...
¿Era esa la forma en la que quería vivir? Se preguntó una noche ante el fuego. Anotó un
gran “no” en una hoja del cuaderno y arrojó éste al fuego junto con el lápiz. Las
medicinas y las pastillas potabilizadoras de agua corrieron la misma suerte que el
cuaderno. El cuchillo y las otras herramientas las enterró en el suelo del campamento.
Después, le prendió fuego al refugio y arrojó sus ropajes al fuego. A su lumbre pasó la
noche.
Al día siguiente, al amanecer, José trepó a un gran árbol. Se sorprendió lo fácil que le
resultó hacerlo y de lo cómodo que se sentía entre las ramas de aquel coloso verde. De
árbol en árbol vivió los meses siguientes. Bebiendo el agua que se acumulaba en la
bromelias. Comiendo frutas, insectos y algún animal incauto que podía atrapar con sus
manos desnudas. Los devoraba crudos.
Habían pasado casi dos años. Su cuerpo pesaba cuarenta kilos menos y era músculo
puro. El pelo y la barba eran abundantes, y por todo el cuerpo le había crecido vello
negro en una cantidad considerable. La suciedad cubría su piel como si de un camuflaje
se tratase. La boca se había agrandado, los ojos eran más oscuros y pequeños. Ya no
recordaba su nombre, ni su vida anterior.
Una mañana, un grupo de cazadores de una tribu pasó bajo el árbol en el que se
encontraba José. Observaron aquella especie de mono-humano con interés. José se
percató de su presencia. Aunque no sabía ya reconocer a un ser humano, sintió una ira
incontrolable. Agarró frutas y se las lanzó con violencia. Sentía un odio en su interior,
algo que no sabía ya expresar, ni recordaba su procedencia. Los salvajes, discutían
debajo del árbol a cerca de la especie a la que pertenecía aquel animal. Intentaban
dilucidar si sería comestible o no. Cuando José les lanzó sus propios excrementos, los
cazadores decidieron que se trataba de un mono y le dispararon un dardo envenenado
con una cerbatana. José se sintió mareado. Aullaba de rabia, saltaba en la rama mientras
giraba sobre sí mismo. De pronto sintió que caía y esbozó una sonrisa en sus enormes
labios.
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